La casa era grande, y como del siglo pasado, con un patio triste y melancólico, y unos sillones pesados e incómodos.Todo lo que allí había a la niña le parecía lúgubre, desde los cuadros de antepasados, hasta la fuente con su triste chorrito, y cómo no, los otros pacientes de la sala de espera que contaban anécdotas a cual más desagradables, de dolores, sacaduras, hemorragias, que no animaban precisamente a la niña en esos desafortunados momentos que le tocaba vivir.En el centro del patio había una estatua que le miraba sarcásticamente, como alegrándose de verla de nuevo allí, dispuesta, o más bien obligada por su madre, a subir al patíbulo de la planta de arriba , a través de unas escaleras de caracol, por las que subía como si fuera Jesús camino del Calvario con la cruz a cuesta.
El patíbulo era, como no, el sillón del dentista, con esos instrumentos aterradores alrededor, en el cual se sentaba con el corazón latiendo a cien y la respiración cortada, sin aliento, a esperar la sentencia, que algunas veces era más benigna (un empastito de nada y listo ) pero otras era especialmente dura: extracción, no hay otro remedio....
Hacía tres días que le dolía una muela. Cuando comenzó el dolor ella ya sabía lo que le esperaba: de nuevo la tortura de ir al dentista, y la angustia previa, de los días y noches anteriores hasta que llegara el momento.
Al principio, su madre no le dió importancia ("enjuágate con este elixir, y ya verás como se te pasa el dolor"), pero ella ya sabía que aquello formaba parte del ritual, que el elixir no servía para nada, y que su madre la acabaría llevando al dentista, cuando pasados un par de días se diera cuenta de que le seguía doliendo.
A los dos días, su madre, efectivamente anunció:
-Cuando salgas del colegio, a las cinco, te recogeré e iremos al dentista.
Las dos horas de colegio fueron angustiosas. Para colmo tocaba hacer "labores del hogar", y la niña , que nunca fue hábil con las manos, tenía encimas temblores (de miedo, claro), y no atinaba con la aguja y los pespuntes dichosos.
Mientras cosía, o malcosía, pensaba la niña en otras tardes, en que no tenía dolor de muela, es decir, en las tardes normales, y no le parecía lógico que pudiera preocuparse por nimiedades como tener que hacer los deberes, o no poder ir a jugar a casa de su amiga Cinta, o que las labores estuvieran hechas un mamarracho. No lo comprendía, francamente, tan intensa era su angustia de esa tarde, que pensaba que las demás tardes, con sus pequeñas contrariedades, eran un regalo de Dios.
Y, en efecto, a las cinco en punto , su madre en la puerta, el camino del dentista, el paso por el Gran Teatro y la librería Pastoriza, la puerta, la charlita de su madre con la señora que atendía la consulta, qué alta está la niña, y ella pensando la niña lo que está es muerta de miedo, señora, ayúdeme a que esto pase pronto...
Esa tarde , tocó extracción. Lo peor fue la inyección, tac, tac, tac, los golpecitos del dentista para que el líquido entrara bien, y luego, la muela en la mano, la sangre, el pañuelo. ...
Pero eso ya no importaba.Era la liberación, bajar la escalera, libre ya, cumplida la condena, retornando la respiración a su ritmo normal, el corazón desacelerando, y la niña feliz, contenta, no le importaba siquiera llevar el pañuelo en la boca, llenándose de sangre, ni tener la lengua como acorchada...nada de eso importaba ya.
Era casi como salir de una cárcel.
Y luego, corretear por la calle, hablando contenta con su madre, con el uniforme azul y su cartera....
El Gran Teatro parecía ahora más bonito, mucho más bonito, y la librería Pastoriza comenzaba a tener color, incluso se le apeteció entrar a comprar un cuaderno de dos rayas que necesitaba para hacer dictados.
Era libre.
Hasta que de nuevo fuera condenada, hasta que de nuevo le dolieran las muelas.