He estado de viaje con mi familia y unos amigos estupendos. Hemos hecho un crucero. La verdad, ha sido fantástico. No tanto porque el crucero tenga tantos entretenimientos (lo típico: discoteca, bingo, teatro, sala de piano y un largo etcétera) sino por el privilegio de poder asomarme a la proa del barco, o a la popa, o a estribor, para ver como nos alejábamos del puerto de Barcelona, o cómo nos acercábamos a la costa azul , o como anochecía sobre Túnez, con sus lucecitas brillando bajo la luna llena, o cómo se ponía el sol sobre el azul Mediterráneo....
El mar, el mar, el mar y sólo el mar.
Olvidar por un momento el trasiego del barco, las comidas (magníficas, no sólo de pan vive el hombre, pero también...), la música, la multitud de gente, las excursiones, etc., y hacerme una con el mar, que recibe al sol y lo despide día tras día, en silencio, llueva o truene, sea verano o día de Navidad, estemos en paz o en guerra... por los siglos de los siglos.
Cómo no, también cantamos Mediterráneo de Serrat algunos ratos: "Que han vertido en ti cien pueblos, de Algeciras a Estambul, para que pintes de azul, sus largas noches de invierno..."
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Algunas ideas que me traigo:
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El Vaticano, espeluznante en cuanto a riqueza. Bonito, deslumbrante, por supuesto. Mucho arte. Pero si se piensa que en realidad "pretende ser" una religión que predica las palabras de Jesús, la incoherencia se hace hiriente. Dijo Jesús: "No llevéis dos túnicas..." "Si quieres ser perfecto, vende todas tus riquezas, y dásela a los pobres..."
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A veces la arquitectura se hace arte grande y habla a través de los siglos. Eso sucede muy explícitamente en Florencia. Al ver por primera vez su Catedral de las Flores algún resorte se mueve por dentro. Me ocurre igual en Barcelona con toda la obra de Gaudí. Gaudí, el poeta que escribió en piedras....
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¿Qué decir de Pompeya? Subir primero al Vesubio, bajar luego a Pompeya, para ver una ciudad grande, completa, con todas sus tiendas, teatros, estatuas, casas, bares, prostíbulos, sepultada en el transcurso de unas horas con todos sus habitantes, por el capricho de un volcán. Qué tonto somos los hombres. La naturaleza aplasta nuestras pretensiones en cuestión de minutos. Aunque en este caso, gracias a los seis metros de ceniza volcánica que les cubrió hemos podido ver una ciudad completa del siglo I. ¿Sería esa la intención del volcán cuando hizo su payasada?
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Me traigo también la mirada de un vendendor ambulante de ocho o nueve años de Túnez. Su mirada lo decía todo. No la sé traducir a palabras. Allí lo dejamos con sus tambores de colores que vendía por un euro.
De Túnez, cómo no, se me quedaron en la retina sus bellísimos colores, sobre todo la estratégica situación de Cartago (vaya sitio que eligieron esa gente, no eran tontos, no...) junto al Mediterrano azul azul azul. Y esa distinta manera de entender la vida de los tunecinos que sólo me dió tiempo a intuir (no hubo tiempo de más).
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Echamos de menos al llegar a casa a Gustavo y a Lazo. Ellos siguen en el barco. Son trabajadores del barco. Más concretamente camareros. Se creó entre ellos y nosotros algo especial. Los dos son Hispanoamericanos. Colombiano y hondureño, respectivamente. No sé cómo explicar ni explicarme el cariño que les hemos cogido. Cuando pienso que no los veré más en la vida, siento mucha nostalgia.
Gracias a los dos por los momentos tan especiales que nos han hecho pasar. No los olvidaremos.
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¿Lo mejor de todo? Haber viajado los cuatro juntos. Compartir con mis hijos los lugares nuevos, las risas, las sensaciones, los sentimientos, las veinticuatro horas del día,los encuentros y las despedidas. Eso quedará siempre.
Y las fotos, pequeños recipientes en los que me traigo lo vivido...