Tuve la buena suerte de haber nacido en Huelva: una ría
donde zambullirme, tranquilidad, aire puro
del cercano mar, espacios limpios…
Poco duró. Tendría yo pocos años cuando llegaron los
humos, esos humos que sin piedad nos castigaron día y noche, día y noche, por siempre
jamás.
Los gigantes invasores y contaminantes no paraban en días
de huelga general. No descansaban los días de fiestas de guardar, no nos daban un
respiro nunca.
Esa asquerosidad sin nombre invadió la ciudad, su aire, sus
aguas, su espacio, su salud, su libertad.
Un poco de dinero calló las bocas: dinero por aquí para
el deporte, dinero por allí para la universidad, y Huelva entera les perteneció
en poco tiempo.
Políticos, sindicatos, callaron.
Medios de comunicación callaron.
Los médicos callaron cual si estuvieran mudos.
Cambió pues mi suerte, tu suerte, nuestra suerte. Fue, al
fin, una mala suerte haber nacido en Huelva.
He masticado el veneno en mi boca.
He respirado los gases contaminantes cada día de mi vida.
He tenido que cerrar las ventanas de mi casa muchas
mañanas porque me daba miedo airearla.
He convivido y convivo con una gigantesca balsa de fosfoyeso a pocos
metros de la ciudad.
Pero no me voy a callar.
No me voy a callar.
Es el único derecho que me queda.
Y digo no.
Y digo no.
Aunque no sirva para nada.
Aunque seamos una pulga que lucha contra un gigante
invencible.
Aunque una vez más nos ganen la batalla, digo no, digo no,
digo no.
Aunque cada vez quede más lejos lo alguna vez soñado.
Aunque esté perdiendo las esperanzas.
Aunque maldiga el carácter pasivo de la gente de esta
ciudad, que traga y traga.
Por dignidad, digo no.
Porque no hay derecho, digo no.
Por ser víctima de una gran injusticia, digo no.
Digo no mientras me quede un poco de fuerza, mientras corra sangre por mis venas.