Me gustaría tener cinco años.
Me gustaría creer en Los Reyes, esperarlos, presentirlos, estar nerviosa, contar las horas que faltan....
Me gustaría haber escrito una carta pidiendo una cocinita y un coche de capota y un Nenuco. Compartir esas horas de espera con mi hermano y con mis vecinos. Ver en la tele mientras tanto "La Familia y uno más", y sufrir con toda España la desaparición de Chencho.
Salir con Tichu a ver los juguetes en los escaparates, sentir la emoción colectiva y contagiosa de los demás niños, poner las zapatillas en el balcón de la tía Julita, ir con papá y mamá a ver la cabalgata.
Me gustaría...
Aún no me he recuperado de la nostalgia de mi propia infancia, cuando se me acumula otra fuerte nostalgia: la de la infancia de mis hijos. Esa que acabó el día en que, primero uno, y cinco años después el otro, se abrazaron a mí al confesarles esa verdad sin retorno que querían y no querían saber.
Es bella la noche de Reyes, o al menos a mí me lo parece. Es la noche de la imaginación y la ilusión, y la niñez, y la esperanza. La noche en que parece que todo es posible. La noche en que los soñadores nos sentimos en nuestro reino. Es una noche de magia y de poesía.
Y a la vez, qué palo cuando nos enteramos que no es así, que nuestro sueño era un sueño, el sueño de la inocencia, vencido antes o después por nuestra propia inteligencia (ay, qué puñetera la inteligencia algunas veces...). Es la primera gran desilusión (para los niños afortunados, claro, los que no han tenido otra peor) que nos da la realidad con su tozudez.
Sí, me gustaría tener cinco años. Y en cierto modo, vuelvo a tenerlos, mientras siento la hermosa complicidad de toda mi familia comprando y escondiendo regalos, intentando sorprendernos unos a otros, haciendo a la vez de Reyes Magos y de niños eternos.
Yo aún tengo cinco años, yo aún, en los más profundo de mi corazón, creo en los Reyes. ¿Y vosotros?