Las hermanas Brontë vivieron una vida rutinaria y llena de dificultades de toda índole. Si bien no pasaron hambre, convivieron con la sencillez y la austeridad, con la ausencia de su madre, con la muerte (dos de sus hermanas murieron siendo niñas...). Con el viento frío y el paisaje inhóspito de los páramos que rodeaban al pequeño pueblo inglés en el que vivían.
Emily, Charlotte y Anne no eran agraciadas físicamente, experi...mentaron en su paso por la vida en el siglo XIX el amor no correspondido, no fueron madres, sufrieron por su inteligente hermano, al que adoraban y que se degradó haciéndose alcohólico sin remedio.
En estos días en que leo sus biografías y sus libros, me siento muy cercana a ellas. Siento por ellas una sincera admiración.Qué inteligentes eran, qué profundas, qué exquisitas, qué cultas.
Dentro de su pequeña, ordenada y pulcra casita, donde habitaban con su padre clérigo, junto a la iglesia y cuya ventana daba al cementerio, escribieron grandes obras literarias. En un saloncito pequeño, cuando terminaban de hacer sus tareas cotidianas.
La vida es sorprendente. La mejores flores crecen en los sitios más inesperados. Es caprichoso el destino.
Pasaron por la vida siendo muy conscientes de que pasaban. De la vida y de la muerte. Quizás si hubieran sabido que pasarían a la historia, todas las carencias, frustraciones y enfermedades que, como seres humanos sufrieron -todos los mortales las sufrimos en mayor o menor medida- se les habrían hecho más llevaderas. O quizá fue suficiente con el placer de crear, de dar vidas a sus personajes, de proyectar fuera de sí sus fantasías.
Yo creo que sí. Quiero creer que el placer de crear les compensó en buena parte de todo lo demás, y dio sentido pleno a su existencia.
Cuánto me hubiera gustado conocerlas y hablar con ellas, que me invitaran a un té junto a su chimenea, qué prodigio de mujeres, qué mentes tan lúcidas, qué lejanas en el tiempo, y a la vez qué cercanas las siento en cuanto a sus inquietudes: la vida, el amor, la muerte... Finalmente, siglos aparte, el corazón del poeta, es siempre el mismo